[Templo del Escorpión Celeste]

La montaña del Santuario, el mitológico recinto de Athena - conformado por doce templos representando a la Elíptica, un salón superior y finalmente, el sancta-sanctorum con la estatua de la diosa, estaba sumido en un silencio sepulcral. Desde el templo del Carnero Blanco hasta el de los Peces Gemelos, parecía como si el tiempo se hubiera detenido. Los guardias, los Santos, todos los que normalmente se encontrarían ahí estaban ocupados en diferentes labores, todas dadas por el Sumo Sacerdote que comandaba la orden.

Incidentalmente, la única excepción era la del Octavo Templo, Escorpio, donde su guardían se mantenía sin falta alguna a menos que ocurriera algo que lo obligara a moverse - y eso ocurría escasamente, sin mucha precedencia y por sobre todo, dependiendo del tiempo del día; a menos que la luna estuviera dominando la bóveda celeste y a menos que el mundo pasara por otra de las trescientas sesenta y ocho fases nocturnas, su residente no presentaba señales de vida. Y solo por si alguien entraba en su jurisdicción, el camino dentro de Escorpión era oscuro, nublado e inundado, representando un ambiente totalmente propicio para la cacería. Precedido por la Balanza y seguido por el Centuaro, aquella era la octava estación.

Ya había pasado un tiempo considerable desde su encuentro con el Santo de Leo, quien por su lado la acompañó hasta los Doce Templos sin falta alguna, justo mientras el tiempo del día se acababa hora por hora. Y precisamente por eso, tras su caminata y ascención por las primeras siete casas del Zodiaco que se encontraban terriblemente silentes, por no decir abandonadas, se encontraron en el pórtico del Octavo Templo - el Escorpión.

-Señor Lancaster, dijo que el único otro Santo Dorado del que tenía consciencia era el del Templo del Escorpión Celeste ¿verdad?- Dijo la castaña deteniéndose en el último escalón, teniendo una vista perfecta del pasillo que conducía al interior de la custodia del mencionado por el rubio. -Pero no puedo sentir nada desde aquí.- Comentó, sin que le extrañara aquel fenómeno. No era, ni sería la primera vez en que un Santo de Oro escondía su presencia para engañar a posibles peatones en su territorio a resguardar. -¿Será qué se encuentra fuera de aquí...?- Inquirió, girándose para observar a su acompañante mientras el tono amarillento de la tarde griega daba paso a un naranja crepuscular, anunciando la inminente llegada de la noche y con ella, los posibles terrores que contenía.

No podía negar que ciertamente, estaba algo inquieta. Era un presentimiento o premonición, una que no se le antojaba del todo positiva.

-¿Deberíamos pasar ahora qué no parece haber nadie?- Inquirió finalmente, dando un paso adelante para así detenerse. Solo faltaba la perspectiva del León.

Si lo que decía el guardían de Leo era verdad, entonces Escorpio no debía ser de los más amigables Santos Dorados de la era presente. Sin embargo, ya había visto algunos así en el pasado por lo cual enfrentar a otro sería tan solo una más de esas tantas ocurrencias que desde la época del mito había encarado.

-Entiendo lo dice señor Lancaster, pero no tenemos mucho tiempo por delante para llegar con el Sumo Sacerdote.- Dijo ella para volverse y mirar la entrada del Templo del Escorpión Celeste, fijando su atención y percepción en lo que había más allá; tal como antes, no sentía nada - era un pasillo vacío, predispuesto para ser atravesado. Y si no había nada de por medio, nada los detenía en su camino para llegar al Salón del Patriarca. -Yo me adelantaré.- Expresó finalmente, iniciando la marcha hacia delante. -Ya sea que nos quedemos pensando por más tiempo o esperemos a que se presente el guardían, no ganaremos nada con solo permanecer en un solo lugar. Si prefiere quedarse aquí lo comprenderé, pero debo avanzar.- Dijo, desapareciendo en las sombras con un último ondeo de su capa de viaje.

-...- Deteniéndose de pronto, oyó un maullido y como si no fuera la gran cosa, el gato que había entrado un minuto antes que ella le pasó por delante, rodeándola de manera cercana mientras seguía emitiendo su tan característico sonido. -¿Por dónde ir...?- Se preguntó. Un solo paso más adelante, un banco de niebla bastante espesa se manifestó. Otro más y... nada. Todo seguía como antes.

Poco después de entrar y encontrarse con el pequeño felino, el Santo de Leo se apareció por detrás. Aparentemente, había considerado acompañarla muy a pesar de su reticencia a pasar por aquella probable trampa mortal. ¿Acaso era prueba de un corazón más noble del que dejaba descubierto a simple vista o quizás era que había decidido solo acompañar al gato? O quizá...

-Ya he visto una protección como esta, mucho antes.- Dijo la castaña mientras se devolvía para encarar a Lancaster, mostrando una sonrisa afable y por demás, brillante y cálida. -La solución es bastante simple señor Lancaster; dígame ¿alguna vez ha escuchado la leyenda de cómo llegar a la torre de los maestros reparadores en Jamir?- Inquirió ella, tomando la mano de su interlocutor mientras el pequeño animal que fungía como tercer miembro de la comitiva se refugiaba bajo la capa de la fémina. -Un verso dice que hay que avanzar y nunca claudicar - sin pisar atrás ni una sola vez. Aquí según creo entender, es lo mismo.- Explicó, iniciando la caminata directo al frente. Para la percepción de la viajera, la disposición del Templo del Escorpión Celeste estaba oculta bajo la intensa oscuridad y la neblina y por tanto, el pasillo que conformaba el pasaje principal se le antojaba claro, bastante claro. Igualmente también contaba con el hecho de que allí mismo, ir a los lados o atrás no era equivalente a una caída al abismo de las estalactitas - a menos que contara con la palabra de Lancaster sobre Escorpio, cosa de que si bien no dudaba, tampoco tomaba como algo duro y en piedra. Si iba a atacarlos o si del todo se encontraba ahí, ya se habría manifestado.

-Hemos salido.- Concluyó ella, pisando los primeros escalones de la nueva subida - la que los llevaría al Templo del Centaruo. -Justo a tiempo.- Comentó. En ese mismo instante los últimos rayos del sol murieron, dándole paso a la noche.

Uno, dos, tres e incluso más objetivos habían ingresado en el perímetro que debía de vigilar. Ciertamente, ya antes había sentido la manera en que el más grande de ellos (si a ese pequeño tumbo en el mundo se le podía clasificar con tal adjetivo) había entrado de una u otra forma en su territorio. Primero a través de gatos y luego y más recientemente en persona, junto a otra de la que no tenía registros o mucho menos, el impulso de abordar; en el último de esos dos ejemplos por otro lado, se había encontrado inconsciente, durmiendo, pero al tanto por su barrera apostada por sobre aquel montón de ladrillos de piedra añejada y por lo mismo, no estaba para nada contento. No le guardaba rencor, desprecio o algo similar, pero si algo lo había hecho reaccionar era que lo quisiera mantener bajo la mira de esos animales y eso para él, el guardían de Escorpio, era una brecha en el seguridad.

Y una brecha en la seguridad exigía una solución inmediata.

Pisando una sola vez se ubicó en ese inmenso espacio negro y oscuro, haciendo rechinar un sonido metálico semejante al de eslabones de cadenas golpeándose los unos a los otros al tiempo que objetificaba a todos y cada uno de las dianas a las que golpear.

De la primera a la doceava eran simples, ya que como gatos no tenían ni siquiera un paso de comparación. Entonces, con solo un pequeño pinchazo de su cosmos usó la táctica más clásica del Escorpión para sacarlos del juego - la Restricción, noqueándolos con la onda psíquica uno a uno, como fichas de dominó, hasta que el más cercano a su objetivo primario se desplomó. No estaban muertos, ni pretendía llevarlos a ese punto... pero si que no podía decir lo mismo del desagradable invasor que tenía a unos cuantos metros por delante.

Con respiración agravada, con un peso aún más prominente del que podía sugerir su tamaño y por sobre todo, una velocidad incluso mayor, su presencia se hizo sentir en el pasillo tras un milisegundo después de derribar al felino - azotando al enano y advirtiéndole que ya iba a por él. Ni más, ni menos.

-Ven aquí, pequeño cerdo.- Fue lo que dijo la mole, con una voz susurrante que no sonaba precisamente imponente en el sentido tradicional, sino más bien baja, mesurada y finalmente, muy fija en lo suyo - igual a un chorro de agua helada a presión. -No escapes.- Añadió en un suspiro fugaz, ya a menos de una brazada de alcanzar el cuello del diminuto humano.

Enano, cicatrizado y con una ligera cojera en las piernas, esas fueron las primeras tres características que notó en el invasor, que si bien parecía manejar un dialecto sosegado y labrado, se le antojaba como un animal herido que chillaba, que chillaba demasiado; y... ¿por qué no habría de pensar que lo era? naturalmente, esa actitud tan despreocupada cuando estaban a punto de agarrarlo por la garganta era muy auto-suficiente, suicida o simplemente resignada - opciones que al final reforzaban su epíteto anterior.

-Con los cerdos no se razona.- Dijo Walker con su voz susurrante, incapaz de pronunciar enteramente algunas letras específicas y con ello, cambiando la fonética de algunas palabras. -Mucho menos con los cerdos pequeños.- Añadió cerrando sus potentísimos dedos sobre el cuello del pequeño adulto, como si no fuera más que un racimo de uvas. Levantando el enorme brazo que era como un tronco compuesto por músculo y con venas brotadas desde el dorso de la mano hasta los hombros, exhaló sonoramente - dejando escapar un momentáneo vaho de vapor que pareció rodear la "máscara" que tenía por rostro. Ejerciendo un agarre a presión más allá de lo admisible no solo intentó sofocar al duende, sino que además lo fulminó con la misma onda psíquica que había golpeado a los felinos con anterioridad, disparando una dosis de Restricción sobre su sistema nervioso a muy corto rango de acción.

-Desaparece.- Concluyó lanzándolo al aire, directo a la oscuridad y en línea recta frente a él.