Tranquilo amanecer

El sol comenzaba a salir en el horizonte, tiñendo de rojo el cielo que se reflejaba en las cristalinas aguas que parecían un océano de fuego, la falta de oleaje acrecentaba aquella ilusión ante los ojos de una mujer que se encontraba sentada en la blanca arena de la costa, con solo los pies en el agua y el antiguo castillo a sus espaldas, mientras entonaba una suave melodía que se confundía con el canto de las aves que ya despertaban en el Caribe. Había sido una noche entretenida, Paax ganó buen dinero con los marinos que le invitaban tragos y le contaban sus historias, tenía un trato con el posadero y generalmente no le servía ni la mitad del alcohol que los hombres le compraban, de ese modo, ella no veía mermada su lucidez y podía seguir bailando y cantando por una razonable suma de dinero que crecía tal como avanzaba la velada, además de jugar a las cartas y al tiro al blanco, siempre había un bravo caballerango dispuesto a enseñarle como lanzar los emplumados dardos o cómo sostener el cuchillo para que no se hiciera daño y cada noche ella iba de ser una torpe muchacha que apenas lograba acercarse al blanco, a cogerle el truco con “suerte de principiante” al momento que las apuestas eran grandes. Al terminar la fiesta, se retiraba a aquella tristemente desolada ciudad amurallada que otrora sirviera de faro a los navegantes que pasaban por el arrecife a contar sus ganancias, a bañarse en el mar para quitarse el aroma a borrachos y sudor y después, si le apetecía, volvía a casa a descansar un poco, si no, dormía en la selva o las habitaciones de Tulum, imaginándose que era una princesa maya y poseía sus propios barcos, a los que esperaba en el palacio para que le trajeran las riquezas de pueblos lejanos hasta que finalmente llegara su nave más impresionante y alguien abordo soplara los caracoles para anunciar que estaban listos para llevarla al mar, a donde pertenecía.